La crítica se asienta: Tala de Thomas Bernhard

A principios del siglo XX, el escritor y periodista Karl Kraus publicó su libro de ensayos: Contra los periodistas y otros contras. Además de ser un férreo crítico de la cultura austriaca y europea, es recordado por sus ingeniosos aforismos. Su escritura cargada de polémica es un gran retrato del escenario de ebullición cultural de la Viena de la época y denota un espíritu austriaco dado a la reflexión y a la crítica.

Este mismo espíritu, en el que habría que hablar casi en términos de categoría filosófica, se agolpa y se hace casi palpable en la novela Tala, del escritor Thomas Bernhard. El narrador de la novela, escrita en un solo párrafo como un gran monólogo interior, suele criticar la falta de "espíritu" en los "antiartistas" con los que tiene la desgracia de compartir una reunión social. Se trata de un hombre de más de cincuenta años, el cual partió de Viena hace treinta, y a su regreso se encontró con el suicidio de Joana, una de sus mejores amigas de antaño. A raíz de esta muerte, es invitado a una cena artística en casa de los Auersberger, quienes antes fueran sus amigos y mecenas y a los que ahora desprecia profundamente.

Aborrezco a la gente como esta persona, que sólo están ahí para denigrarlo todo, que continuamente hablan de arte y no tienen ni idea de arte, que hablan de todo y no tienen ni idea de nada, a esas personas que estropean todas estas veladas hablando y cotilleando y cuya falta de espíritu clama al cielo"
Sin siquiera tiempo para cambiarse las prendas del funeral de Joana, la dichosa cena artística se presta para agasajar a un actor veterano del Burgtheater, al que nuestro narrador desprecia tanto como a los demás invitados. Con su constante refunfuñar, decide sentarse en un rincón y no hablar con nadie. Pero, ¿qué hace ahí y por qué, si está en contra de todo, no se marcha del piso de los Auersberger? ¿Qué lo ata a ese mundo de seres, según sus propias palabras, hipócritas y repulsivos? A simple vista, pareciera que accedió a la invitación por pura falta de voluntad y que por la misma razón permanece allí, "sentado en su sillón de orejas", entregado a sus recuerdos, en los que nos permite entrever su pasado en estos círculos artísticos. 

El peso de los años y el suicidio de Joana tienen a nuestro narrador sumido en ese estado contemplativo. Desde el sillón de orejas en la antesala de los Auersberger, observa a todos los invitados, pero nunca hace ni dice nada. Recuerda y escucha, pero no más. Como si ya no fuera el protagonista de la historia, sino solo un testigo de la misma, un testigo cansado de que todo se repita. Está en el mismo lugar y con las mismas personas con las que hace treinta años reía y conversaba. Pero él ya no es el mismo. Las cosas que en su juventud le parecían importantes y elevadas, ahora solo le causan repulsión. El encantamiento terminó. Treinta años después, ya se ha decepcionado de todos y también los ha decepcionado a todos. 

 

Y toda esta vorágine de las decepción y el tedio ocurrió porque el narrador, los Auersberger, Joana y todos los demás, pretendieron ser artistas. Cuando se trata de abrir camino y dejar huella en el mundo artístico, las pretensiones y las apuestas se doblan y tanto el éxito como el fracaso se convierten en abismos. No hay fórmula para el éxito, e incluso un "verdadero talento" como Joana, puede acabar sumida en el fracaso. Esta visión pesimista de Bernhard nos plantea un mundo artístico caníbal en el que no hay verdaderos amigos. Todos los presentes se dieron golpes de pecho en el entierro de Joana, pero nadie va a detener su vida por la finada artista del movimiento. Caerá en el olvido y el tinte más trágico de su muerte será pensar que, según el narrador, ella era la única artista auténtica, dotada incluso para ver la belleza de un modo extraterrenal.

Los sueños y los cuentos de hadas eran el verdadero sentido de su vida, pensaba yo ahora. Y por eso se mató, pensaba, porque un ser humano que ha hecho sólo de sueños y cuentos de hadas el contenido de su vida no puede sobrevivir en este mundo, pensaba"

En cambio, a todos los demás "pseudoartistas" en la reunión de los Auersberger les ganó la apariencia y la banalidad. Este juego de contrarios entre el artificio y la posible existencia de una naturalidad, se vuelve uno de los puntos más importantes de la novela. De hecho, este mismo conflicto es un eco de aquel que Henrik Iben expone en El pato salvaje, la obra que el actor del Burg viene de representar.  En dicha obra, Ibsen pone en cuestión la inclinación moral a la verdad a través de Gregorio, un personaje que tiene una "fiebre aguda de rectitud". La búsqueda de la Verdad, que Gregorio lleva hasta las últimas consecuencias, termina conduciendo a una desgracia. ¿No era mejor que los personajes siguieran viviendo bien, creyéndose su mentira? ¿Era necesario desarmar el castillo de naipes?

En todo caso, por más vino y falsedad que se pongan encima, los personajes de Tala no logran hacerse la vida más amable. Es como si aquella ciudad tuviera algo de infecundo que conduce a todos hacia la frustración. Bernhard describe a Viena como una ciudad que no acoge a nadie, y que por el contrario, rechaza y destruye a los artistas deseosos de hacer carrera que llegan a ella. Joana parece ser la prueba de ello, conducida al suicidio por una cadena de fracasos. Pero más allá de su diatriba contra Viena, la mayor diana de las puntadas de Bernhard son los círculos artísticos. No se puede convivir con ellos sin acabar untado de lo mismo, por lo cual la novela termina haciendo una exaltación de la soledad.

Desde la epígrafe de Voltaire que abre la novela, Bernhard plantea la renuncia a la compañía de los hombres como el único camino hacia la felicidad. La naturalidad no es posible en compañía y toda interacción social genera una máscara. No por nada nuestro protagonista se hizo escritor y menciona varias veces que preferiría estar en compañía de una buena lectura, ambas actividades solitarias. Marcado por esta elección de vida, una velada como la que ocupa la novela es una traición a sí mismo. Después de verse hastiado de todos y hasta de sí mismo, el protagonista sale a correr por las calles de Viena. Él, que estuvo sentado escuchando toda la noche, no puede más y ahora anda sin parar. Pero esta vez no le basta con repetir su gesto de hace treinta años, no es suficiente huir de aquel mundo de artificios para limpiar su espíritu. Todo el tedio, toda la repulsión que le produjo aquella cena artística le sale ahora a chorros como una cascada, y es entonces cuando aparece la necesidad de escribirlo. Es así como la novela acaba en su inicio: acaba con Bernhard sentándose a escribir Tala

Tras su publicación, esta novela estuvo fuera de circulación por un tiempo a causa de un pleito que interpuso un artista vienés, el cual sintió que estaba siendo retratado en la novela. Sin duda, Bernhard dio en el clavo y tocó un nervio muy profundo de la sociedad artística austriaca. Para quien está en las artes, su novela se vuelve un remedio amargo que es mejor tomar antes de que sea demasiado tarde. Sin embargo, aunque la hipocresía y las maneras impostadas del medio artístico no nos son del todo ajenas, hay algo particularmente europeo en Tala. Me atrevería a afirmar que se trata del cansancio de la razón, que después de dos guerras y un largo desfile de filosofías, se ha posado sobre el viejo continente como una nube gris.