¡Se abre el ciclo de novela breve! BARTLEBY, EL ESCRIBIENTE

Pensar en Herman Melville es pensar inmediatamente en sus dos obras más reconocidas: Moby Dick y Bartleby, El Escribiente: dos obras prácticamente opuestas, la una de la otra. La extensa aventura de un capitán de navío que cruza un mundo hecho de agua tras una ballena blanca, opuesto al corto relato de un escribiente condenado a vivir en una oficina de ladrillo, cuyo nombre es sinónimo de total quietud y estabilidad. Dos historias tan diametralmente opuestas, que parece haber sido pensado adrede. Desde la premisa, el mundo que recibirá a Bartleby no es más que una máquina de relojería en la que cada una de las piezas encajaría, únicamente en ese sistema de perpetuo movimiento. Empleados, de los cuales no se conoce el nombre propio, pero se sabe cómo han logrado acoplarse a esta oficina, tan regular como un juguete de cuerda. Turkey, escribiente inglés gordo y desprolijo que justo después del medio día se vuelve un trabajador dedicado y diligente; Nippers, joven pálido y flaco apasionado por la política y con una indigestión que lo hacía pasar de un hombre competente en las mañanas a un bravucón pendenciero en las tardes; y Ginger Nut, un aprendiz, hijo de carretero que hacía la mayoría de veces de mensajero entre la oficina y los juzgados. Un sistema perfecto dentro de sus rarezas, al estilo de una obra de Samuel Beckett, encabezado por un abogado con pocas ambiciones, pero establecido en su puesto. Sin embargo, nuestro narrador no es el protagonista, sino un escribiente del cual "no hay suficiente información para una biografía satisfactoria."
Bartleby, nuestro protagonista, no es un héroe que encarne algún valor. Tampoco es un villano que se oponga al mismo, ni mucho menos es un personaje rico en defectos y virtudes. Bartleby puede estar cercano a la condición del antihéroe, pero es menos que eso. Se trata de un ser humano privado de cualquier tipo de deseo. Un vacío alrededor del cual hay observadores preguntándose qué hay en sus profundidades, únicamente habilitados para especular. Lo único que se sabe de Bartleby con toda certeza es su tendencia a negarse a todo lo que hace. Si en un principio se muestra como una máquina de copiar folios, (curiosamente se trata de un oficio desaparecido por obsoleto), luego de dejar de trabajar, abandona cualquier otro tipo de actividad, hasta anular incluso su propio instinto de supervivencia. Resulta por demás absurdo que esta nueva pieza involucrada a la maquinaria aceitada que es esta oficina sin número en Wall Street, pieza que además es innecesaria, detenga todo a partir de su quietud total. El abogado siente por Bartleby una extraña curiosidad morbosa por saber lo que hay al fondo del vacío. No es precisamente el vértigo del que habla Kundera que invita a la caída. Es el deseo de saber qué hay al fondo del abismo oscuro. Más allá de si tiene una segunda intención utilitarista, existe una genuina ambición de acceder al misterio que es la otra persona.
El abismo de Bartleby invita al lector a sentir la misma curiosidad y deja más preguntas que certezas. Preguntas acerca de lo que él sabe y nosotros desconocemos, si es que tal misterio existe. ¿Cuál es esa verdad que conoce él y que lo lleva a anular totalmente su voluntad, si es que existe? ¿Qué umbrales hay que cruzar para llegar precisamente a ese punto? ¿Es la renuncia a la voluntad, una renuncia a la vida y por ende un coqueteo con la muerte? Lo cierto es que desde su renuncia a todo, Bartleby logra hasta cierto punto, y así sea por un tiempo muy breve, poner a su alrededor a muchas personas. Se vuelve casi como el centro de un nuevo sistema que orbita a su alrededor y que está condenado a la desaparición cuando su centro termine por desaparecer.

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