Por: Nicolás Ibáñez
Sobre Todos los nombres, 1997.
“...pero sabiéndolo nosotros, en fin, que lo que da
verdadero sentido al encuentro es la búsqueda y es
preciso andar mucho para alcanzar lo que está cerca.” J.S.

Comenzar a leer a José Saramago se asemeja mucho a correr cinco kilómetros diarios después de una década de sedentarismo, tabaco y alcohol. Los primeros días la tarea parece imposible, el aire no alcanza, las piernas, reblandecidas por el desuso, se agotan al primer mínimo esfuerzo, el cuerpo pesa en toneladas de plomo, la voluntad se doblega y la meta se ve tan lejana como el final de una oración en una novela suya. Sin embargo, después de algunos días, los cinco kilómetros se quedan cortos y empezamos a correr un poco más, seis, ocho, diez, y vamos conociendo el trayecto, los ritmos, las velocidades, los puntos altos y los puntos bajos, los códigos, la gramática, la sintaxis, y aprendemos a escuchar —a leer— el flujo de conciencia que nos va llevando hasta el final de cada frase, de cada párrafo, de cada libro, como en un laberinto o en una maratón.
Por eso, para el deleite de la lectura saramaguiana, para empezar a ganar fondo, hay que hacer un pacto con un estilo y con una estética, es decir, con una manera de entender la vida y la literatura, que para él son lo mismo. Esto bien podría aplicarse a cualquier escritor, a cualquier obra, si no fuera porque Saramago llevó la cuestión estilística a un nivel de expresión verbal y a una forma de narrar tan original que su narrativa se sitúa lejos de todos los convencionalismos tradicionales y por eso nos exige un esfuerzo mayor. Pero una vez hacemos este pacto y entendemos las claves de lectura que él mismo nos proporciona, es imposible detenerse, y cada novela suya se nos presenta como una fuente profunda de revelaciones lúcidas que oscilan entre la fábula, la filosofía de lo cotidiano y el ensayo crítico.
Todos los nombres no es la excepción. La novela cuenta la historia de la búsqueda de un hombre por una mujer desconocida. El hombre es don José, un escribiente aburrido y solitario, aficionado a coleccionar recortes de prensa de personas famosas. La mujer es sólo un nombre, una ficha que llega por azar a las manos de don José una noche en la que, en busca de datos de sus famosos, ingresa a la Conservaduría General del Registro Civil y roba las fichas biográficas de cada uno de ellos. En medio de estas fichas, pegada entre las otras, viene la de esta mujer. Don José se obsesiona con el anonimato de esta mujer desconocida y so pretexto de buscarse a él mismo, empieza a buscarla a ella.
La novela se podría resumir en una página, pero, como siempre, Saramago trasciende la anécdota y en los pliegues de la narración, en ese flujo verbal inasible y dislocado que caracteriza su estilo, como el viento de una ráfaga, nos revela el gran tejido simbólico hasta dar con algo mucho más profundo que está muy cerca del autor, del personaje y de todos nosotros. De la búsqueda absurda de don José por esta mujer, Saramago construye una parábola sobre el amor y la muerte que tiene ecos en el mito de Ariadna, en la aventura de Alonso Quijano y en los cantos de la Divina Comedia.

Saramago rescata las metáforas del mito de Ariadna y las introduce resignificadas en la novela: el laberíntico archivo de la Conservaduría al que hay que entrar con un hilo amarrado a los pies para no perderse; el viaje al que se lanza el protagonista en busca de conocimiento sobre alguien y sobre sí mismo; el naufragio de don José al saber que la mujer que busca está muerta y que todo es irremediable; el regreso al inicio y la transformación de toda una vida. Pero también don José, como el Quijote, aferrado a la lectura de documentos como método de conocer el mundo, decide arrojarse, por primera vez, a vivir una aventura real, y aunque no tiene un Sancho al que prometerle una ínsula, sí tiene una Dulcinea que encontrar, una mujer desconocida por la que arriesgarlo todo a pesar del sin sentido. Por último, nos aparece el espacio de las sombras, el territorio de los muertos en el que se archivan los nombres, todos los nombres de quienes han pasado por esta tierra y ya no están, allí donde don José tiene que bajar para encontrar lo que busca, allí donde, entre muertos, en el cementerio, pasa la noche velando una lápida, allí donde termina todo.
La paradoja de la novela es que los límites entre el espacio de los vivos y el espacio de los muertos se vuelven cada vez más difusos, cada vez más disueltos, y una persona termina por no ser sino un nombre, un número, una ficha biográfica de espacios por llenar, un olvido. Al final, Saramago nos advierte que, de todos modos, “todo gira alrededor de saber dónde se encuentran realmente las personas que buscamos” ya sea que estén vivas o no, y nos recuerda que sólo la memoria puede salvarnos. Como decía un lector, Todos los nombres es una novela sobre la muerte, pero para hablar de la muerte hay que hacerlo desde el amor, así que la historia de don José también es una historia de amor.
Si usted no ha empezado a leer a Saramago todavía, esta novela es una excelente manera de iniciarse en este ejercicio, pero también puede leer novelas de media maratón como El hombre duplicado, Las intermitencias de la muerte o el Ensayo sobre la lucidez —excelentes todas ellas— para después pasar a las más profundas: El ensayo sobre la ceguera, El evangelio según Jesucristo, El memorial del convento, La caverna y El año de la muerte de Ricardo Reis. De todas formas, por donde usted empiece, conocer a Saramago siempre va a ser motivo de eterno agradecimiento con la literatura y con la vida, que para él son lo mismo.